J. Enrique Olivera Arce

¿Hasta cuando?


Conforme nos acercamos al primero de diciembre, fecha en la que habrá de rendir protesta Felipe Calderón Hinojosa como Presidente de la República, el deterioro de la vida política de la Nación es más evidente. La transición democrática lejos de avanzar no sólo está atascada sino que retrocede a ojos vistas acercándonos a etapas presuntamente superadas de autoritarismo, demagogia y divorcio de la clase política con una ciudadanía que perdiendo credibilidad en las instituciones está optando por hacerse justicia por propia mano.

El rumbo que ha tomado el conflicto en Oaxaca es apenas la punta del iceberg. La intervención de la PFP lejos de solución como medida neutral llamada a restablecer el orden y la paz pública, es vista por la población, a favor o en contra, como ente beligerante, fuerza invasora y expresión de un gobierno federal ineficaz, al mismo tiempo que los partidos políticos son objeto de rechazo en su intención mediadora. Para amplios sectores de la sociedad oaxaqueña, el principio de autoridad de los gobiernos estatal y federal es letra muerta como lo es el llamado estado de derecho.

En el resto del país, pese a que se afirma que priva la tranquilidad y que la paz pública está blindada contra cualquier tipo de manifestación que pretenda alterarla, lo cierto es que bajo el agua, tras una aparente calma el descontento crece frente a la corrupción, la impunidad y la ineficacia de una clase política incapaz de crear las condiciones para atemperar la pobreza, la marginación, el deterioro de la seguridad social y la inequidad en la distribución del ingreso. Los efectos del secuestro de la vida política y la representatividad ciudadana a manos de partidos políticos que ya no responden a su cometido social se deja sentir; manifestándose de diversa manera y profundidad en detrimento de la legitimidad de una gobernabilidad que se sostiene inercialmente con alfileres.

La ciudadanía no se siente representada. La interlocución entre el pueblo y sus representantes en los Congresos federal y locales no existe. Los mandatarios bajo el supuesto democrático de la legitimidad que les confiere el haber sido electos, como el lastimoso caso de Ulises Ruiz Ortiz, se asumen como virreyes absolutos frente a sus mandantes. El pueblo de México, demasiado noble y generoso por inercia, divorciado de la clase política, retraído e inmerso en su propia supervivencia cotidiana, ve, calla, pero no se conforma.

Estamos a escaso un mes del cambio de estafeta en la conducción del país y lo que se ve venir no es nada optimista. El gobierno del empleo, el combate a la pobreza y a la inseguridad pública, que ofrece el Presidente electo no se percibe como tal en sus intenciones. Antes al contrario, la población observa con preocupación que en lo económico se habla de mantener a cualquier precio la estabilidad macroeconómica siguiendo a pie juntillas las recetas del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional con sus consiguientes efectos colaterales negativos. Se percibe la insistencia en el más de lo mismo en detrimento de los niveles de vida de la mayoría de la población, causando no poco resquemor la alerta sobre los efectos para el país de la contracción de la demanda en nuestro vecino del norte y sus casi seguras consecuencias como la contracción de la inversión, del empleo y de la seguridad social, sin que se vislumbre el más mínimo interés en modificar un modelo de desarrollo obsoleto que ha probado su ineficacia a lo largo de casi cinco lustros.


El mercado interno se considera marginal y por ende, su fortalecimiento mediante el incremento de los ingresos de los mexicanos no se percibe en la agenda calderonista como respuesta a lo que se alerta, dándosele prioridad a los embates a favor de las reformas estructurales energética, fiscal y laboral favorables a las trasnacionales y al reducido número de empresas exportadoras. Las prioridades en materia de inversión y gasto social se restringen a la continuidad de las políticas públicas y programas asistenciales que en primera y última instancia no son otra cosa que paliativos destinados a mantener las cosas como están.

Continuidad neoliberal en las condiciones actuales del país significa estancamiento y retroceso en materia social; pérdida de capital humano, competitividad, así como deterioro en las condiciones de la planta productiva y niveles de vida de la población. Ya no digamos vulneración de soberanía en todos los órdenes, empezando por la alimentaria.

En lo político el Presidente Vicente Fox afirma que entregará a su sucesor un México con estabilidad. Oaxaca es un ejemplo de que no es así. Primero porque no es real el que el conflicto que se vive en esa entidad federativa sea estrictamente local, a todos nos afecta y los partidos políticos se están encargando de darle connotación nacional. Segundo porque independientemente de los intereses espurios en juego, lo que en el fondo se reivindica es la deuda que la Nación tiene para con los sectores más desprotegidos de la población en materia de educación, salud, vivienda y bienestar en general; rezagos que persisten en todo el país. Nadie en México puede ser ajeno a esta realidad.

Como contrapartida, el Presidente electo que si percibe la importancia de la papa caliente que hereda, cifra sus esperanzas en medidas legaloides y reforzamiento de los instrumentos represores para mantener la paz social. Percibiéndose con ello como lejana la intención de rebasar por la izquierda al foxismo y muy próxima la de aplicar medidas fascistoides de contención del cada vez mayor descontento popular.

Lo más grave es no querer reconocer que las condiciones en que vive el país son críticas. El dejar hacer dejar pasar como ya se hizo costumbre en nuestra clase política, agudiza contradicciones y desigualdad. ¿Hasta cuando la nobleza y aguante de nuestro pueblo seguirán sosteniendo el clima de gobernabilidad de que nos ufanamos?