Javier Duarte y su circunstancia

Por J. Enrique Olivera Arce




Parte de la inercia que se arrastra tras el desastre fidelista en Veracruz se manifiesta, a mi juicio, en la reiterada insistencia en colocar gobierno y vida política de la entidad fuera de contexto; como si permaneciéremos anclados en la idea de una ínsula aislada de la realidad nacional e internacional que, a lo largo de seis años, se nos impusiera por la concepción unipersonal tan peculiar de gobernar de Fidel Herrera Beltrán. Ignorándose lo real y tangible, como el que ya contamos con un nuevo gobernante en la persona del Dr. Javier Duarte de Ochoa, cuyo estilo de matar las pulgas es diferente en un Veracruz que, a su vez, es distinto al que hundiera su antecesor.

Se insiste en ver al joven gobernante como se viera en los últimos seis años a quien mal gobernara a Veracruz. Garrafal equívoco, a mi entender. El incapaz de delegar funciones, proclive al autoritarismo y corrupción, a quien le valiera, en aras de proyectar y fortalecer su imagen de virrey de la isla de la fantasía, la necesaria y obligada relación institucional entre los tres órdenes de gobierno, ya no está, ya se fue. Así tendríamos que asumirlo como también debería asumirse que “El poder no se comparte”, Javier Duarte de Ochoa es hoy gobernador en tanto que el pasado debería ser historia superada.

Veracruz en lo local refleja objetivamente, la incertidumbre de los gobiernos del mundo para manejar y controlar la crisis global que acelera el deterioro sistémico, económico y social y, en el marco de la creciente descomposición de un país atrapado en el combate a la delincuencia, tiene hoy, en lo político, diferente peso específico en el juego de intereses que desde el centro neurálgico de los poderes fácticos, determina el rumbo presente y futuro del Estado-Nación.

La administración pública veracruzana que encabeza Javier Duarte, no escapa ni a los efectos de la crisis global ni al juego neoliberal de intereses dentro del cual éste está inmerso con vías al 2012.

En este escenario el Dr. Duarte no sólo debe enfrentar el desorden y corrupción que heredara de su antecesor. También está obligado en su circunstancia a desempeñarse como buen gobernador, a la par que, en paralelo, como eficaz guía moral de su partido, si es que se desea que la entidad pese electoralmente en el relevo presidencial. Ser buen gobernador implica, por un lado, gobernar para todos en una estrecha coordinación y cercanía institucional con el gobierno federal de extracción panista, en tanto que, como guía moral del PRI en la entidad, debe velar por la organización y fortaleza de su partido.

Dicotomía en la que el equilibrio es más que exigible. Cargarse en demasía a favor de uno u otro polo, implica riesgo en gobernabilidad y fracaso para una renovada administración pública que concita esperanza y expectativas de cambio.

Tarea nada fácil que pondría a sudar hasta al más pintado. No es de un solo hombre al que hay que cargarle toda la responsabilidad, esta debería descansar en un equipo prudente, preparado, y capaz de interpretar la más mínima señal del gobernante.

A diferencia del sexenio anterior en que se gobernara sin partitura y sin orquesta, bajo la conducción de un director tan chambón como ramplón, las nuevas circunstancias obligan a una estrecha coordinación y complementariedad entre todas las instancias de la administración pública en los tres órdenes de gobierno y, entre estas y la llamada sociedad civil; en lo local ello será posible si se da una acertada conducción por parte del titular del ejecutivo quien, a su vez, debe apoyarse en su partido sin desconocer la importancia de su relación institucional para con Calderón Hinojosa y su gobierno.

La dificultad estriba, siempre a mi juicio, en que en la integración del gabinete no se observa calidad y virtuosismo como para que la orquesta interprete una complicada sinfonía en la que se conjugue honestidad, eficacia y transparencia. La administración pública veracruzana renguea, hasta ahora. Cada ejecutante en los primeros círculos cercanos al gobernante, marcha por camino propio, estorbando o zancadilleando bajo la mesa a sus pares, en tanto que el PRI en el estado y las diversas corrientes políticas que a éste concurren, amparado en una falsa unidad, más virtual que real, atiende a sus propios asuntos e intereses al margen de los sanos propósitos de Javier Duarte de Ochoa, dejado llevar por la inercia e intereses heredados de pasadas glorias.

La asincronía y el “fuego amigo” se observa y se comenta en corrillos palaciegos y tertulias de café, en tanto que el grueso de la población no ve más allá de lo que le ofrecen discursos anodinos y entrevistas banqueteras, siempre en espera de que lo prometido se cumpla a cabalidad. Mientras, el tiempo pasa y, pese al cambio en el Comité Directivo Estatal del PRI, la inercia domina, el partido se divide y aleja de una administración pública estatal al borde de la parálisis, en perjuicio del equilibrio deseable en la nueva circunstancia a la que se enfrenta Javier Duarte de Ochoa.

El destacado periodista Quirino Moreno, recomienda a los duartistas ponerse las pilas. Yo me permito diferir. Es la clase política veracruzana en su totalidad la que debería ser consciente de la nueva realidad. Adicionalmente habría que aceptar que “el duartismo” al interior del PRI y en la correlación de fuerzas en la entidad, aún no existe como corriente política de peso. Alrededor del joven gobernante gira un avispero de chile, de dulce y de manteca, que aún no responde de manera unánime a los dictados del gobernador y guía moral de su partido.

El 2012 está a la vuelta de la esquina. El peso electoral del priísmo veracruzano en el concierto nacional, depende de un buen desempeño del gobernador en los próximos meses, a la par que el buen gobierno, como factor determinante, gravita en torno a la dudosa capacidad de su partido para interpretar la nueva realidad y actuar en consecuencia, allanándole el camino. En los próximos días seremos testigos de si Héctor Yunes Landa al frente del CDE del PRI, “se pone las pilas” o persiste inercialmente en dar valor político a la alabanza insustancial que tiñe de rojo a su discurso.
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